Pero nunca se perdió. Reptaba por el intricado tunel de espinas con el último suspiro de sus venas secas.
Dengaba en todo aspecto su vida, descansaba sudores en un oasis oscuro y pestilente, pero era el único lugar donde su sangre recobraba a su corazón y a su cuerpo cansado de doler.
Y cuando dejó de llorar empezó la tormenta y los rayos escribían su historia frente a la piedra donde el niño estaba sentado, tristemente desesperandose por su vana existencia.
Y todo era gris, todo dolía, todo era oscuro, todo era llanto, tormenta, sequía, todo era un llano de desgracias y atrocidades, y aún así el descansaba su cuerpo entregado al campo de espinas que demolía su apagada viveza.
Se cansaba de leer su propio menoscabo, pero sus sentimientos seguían firmes, pegados a la vida, el ya no quería saber de nada, no quería enterarse, no disfrutaba el dolor, no quería sentir.
Cansado, luego de tanta borrasca sus ojos se secaron junto con sus heridas y el niño por fin en un camastro de hojas, barro y rocas pudo reclinar su cuerpo y recobrar energías.
Así pasaba el tiempo y el se sentía mejor desde que nada le recordaba sus desgracias.
Siempre amenazaba la tempestad, ya que si bien las aguas calmaban, el cielo lastimaba solo con observar su paisaje borroso.
Era de noche y una garúa oficiaba como un hostil abrigo que recorría todo su cuerpo afiebrado. Esa noche quiso descansar su inservible dicha, intentó soñar y nunca más logró ver la luz del día. Nunca más se abrieron sus ojos y el cielo cerró sus nubes. La naturaleza le ofreció un túmulo de acacias y espinillo, donde todavía debe estar dormido.

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